El trabajo de oficina ha acompañado a la humanidad desde la formación de estructuras sociales, económicas y políticas, y la administración estatal, así como el funcionamiento del comercio económico. Las primeras instituciones de oficina se fundaron en la Antigüedad, por ejemplo, en Egipto, Roma, Bizancio y China. El período desde estas primeras civilizaciones hasta el comienzo de la Revolución Industrial se caracterizó por la estabilidad de las formas institucionales y los medios de trabajo de oficina.
La mayor parte del trabajo de oficina involucraba la escritura: copiar cartas y documentos, sumar columnas de cifras, calcular y enviar facturas, y mantener registros precisos de transacciones financieras. Las únicas herramientas eran la pluma y el papel, o más bien la pluma de ave (la pluma de acero se inventó solo en la década de 1850) y, antes del siglo XII en el mundo occidental, tablas de piedra o arcilla, papiro o pergamino.
En consecuencia, toda la escritura (y copia) se hacía a mano. Para copiar un documento, simplemente se volvía a escribir. A veces, las cartas se copiaban dos veces: una para el registro y otra para guardarse en caso de que la primera se perdiera. La invención de la imprenta a finales de la Edad Media liberó a los escribas de copiar libros, pero la imprenta no era adecuada para copiar unos pocos documentos de oficina.
La comunicación también era impulsada por humanos, utilizando los pies en lugar de las manos: la gente corría para llevar información oral o escrita de una persona a otra, ya sea dentro de los edificios o a través de países y continentes. Finalmente, todos los cálculos se hacían mentalmente, solo ayudados por tablas matemáticas (que se componían mediante cálculo mental) o por herramientas simples como el ábaco (no una máquina de cálculo, sino una ayuda para la memoria, similar a anotar un cálculo).
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